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El hombre de las manos bonitas

  • Foto del escritor: Tania Estrada Morales
    Tania Estrada Morales
  • 21 sept
  • 3 Min. de lectura

En un pueblo donde todos tenían orejas enormes, tan grandes que parecían antenas, vivía Julián, un técnico en informática. No era un hombre popular ni buscaba serlo. Se sentía más vivo frente a su computadora que en cualquier conversación del pueblo.


El teclado era su lenguaje secreto. La pantalla, su tablero de enigmas. Las horas se le iban en aquel universo en forma de cometa, como si cada línea de código le regalara un respiro en medio de un mundo que lo asfixiaba.


Al llegar a casa, Clara lo esperaba con paciencia. Ella sabía que Julián no se refugiaba en la

máquina por desprecio, sino por la exigencia de su rigor al detalle.


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— ¿Otra vez tantas horas frente a esa pantalla? — le preguntaba sonriendo, mientras dejaba el plato sobre la mesa.

— Es lo único que me calma, Clara… allí todo tiene sentido. Afuera, nada lo tiene.

— Y aún así, afuera es donde yo te quiero — respondía ella, con ternura.


Clara entendía lo que muchos no: que aquel aislamiento no era arrogancia, sino una manera de gestionar su mundo sensorial.


En el trabajo, en cambio, sus colegas murmuraban:

— Es brillante, pero inútil si no lo tenemos en la sala.

— Siempre metido en su mundo, ¿para qué sirve?

— Sería más productivo si dejara de esconderse.


A Julián lo escuchaban más como herramienta que como persona. ¿Importaba si estaba bien, si era feliz? ¿O solo interesaba que fuera útil? La sociedad tiene esa doble moral: pide originalidad, pero castiga la diferencia; celebra la productividad, pero ignora la fragilidad.


Una tarde, después de una reunión llena de reproches y del acoso que sufría por trabajar más lento que los demás, Julián llegó a casa abatido. Clara lo miró a los ojos.


— No tienes que ser perfecto para merecer un lugar, Julián.

— Pero a ellos les molesta que no sea como esperan.

— El problema no eres tú… es lo que ellos creen que deben esperar de ti.


Hubo un silencio largo. Entonces Clara le acarició las manos.


— Ser lento no es debilidad. Es lo que te hace humano.


Julián sonrió. Quizá Clara tenía razón: la enfermedad, la fragilidad o la forma distinta de ver el mundo no eran una condena. Eran parte de su identidad, parte de aquello que, con paciencia y amor, también podía ser compartido.


La fraternidad y sus sutilezas nos recuerda a Fernando Pessoa, en El libro del Desasosiego:


Vivir una vida onírica y falsa es siempre vivir la vida. Dedicarse es actuar. Soñar es confesar la necesidad de vivir, de sustituir una vida real por una irreal, y es una confesión de la inalienabilidad de querer vivir. (…) No me indigno, porque la indignación es cosa de los fuertes; no me resigno, porque la resignación es cosa de los nobles; no me callo, porque el silencio es cosa de los grandes. Y yo no soy ni fuerte, ni noble, ni grande. Sufro y sueño. Me quejo por ser débil y, porque soy artista, me entretengo en tejer mis quejas de modo musical y en organizar mis sueños como mejor me parece mi idea de encontrarlos hermosos.


El pueblo seguía juzgando, con sus orejas enormes siempre atentas al rumor. Pero Clara seguía amando al hombre de las manos bonitas. Y eso hacía toda la diferencia.


Porque al final, las enfermedades de la mente no se combaten con etiquetas, sino con algo mucho más simple y profundo: el amor y el valor de enfrentar juntos ese universo que sabemos que existe, aunque no siempre tengamos el coraje de mirar de frente.


Preservar la paz es preservar la vida.



Por Tania Estrada

 
 
 

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Tania Estrada

Email: tania.estrada.morales @ gmail.com

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